jueves, 23 de abril de 2009

Liniers y La Perichona


LINIERS Y LA PERICHONA O LAS RELACIONES PELIGROSAS
La historia y la honra del marino que rechazó las Invasiones Inglesas y fue el virrey más popular de la Colonia, hubo luces propias y sombras injustas. Pero también tuvo habladurías ciertas en torno de una pasión con nuestra Mata-Hari criollaS antiago de Liniers, militar francés que combatió en el agitado escenario de la Europa de fines del siglo XVIII, había nacido en Niort, en el oeste de Francia, en 1753; y si sus antepasados ya pertenecían dos siglos antes a la Orden de los Caballeros de San Juan de Jerusalén, a Santiago le tocó una fortuna familiar menguada. Liniers fue teniente de caballería y luego marino; guerreó contra moros, ingleses, portugueses, en lugares como Menorca, Argel, Gibraltar o Santa Catalina (Brasil), y su nombre permaneció relativamente desconocido hasta la edad de 53 años, en que la historia lo tocó en el hombro, en una colonia española situada a dos mil leguas de su suelo natal.
Tras dedicarse a trabajos hidrográficos en España -país que era satélite de Francia y para cuya bandera había combatido Liniers, como otros oficiales franceses-, en 1788 le ofrecieron empleo como jefe de escuadrilla en el Río de la Plata. Vegetó en estas tranquilas colonias españolas a lo largo de casi veinte años.
UN PAÑUELO DE ENCAJE
U na vida es una trama complicada y en ella el destino juega a las escondidas. Mientras Liniers dormía la prolongada siesta colonial, su preocupación era que le llegase el sueldo de España. Había enviudado de Julia de Menviel, con la que se casó en Málaga, y en Buenos Aires se había vuelto a casar con la hija de Manuel Sarratea, gerente de la Compañía de Filipinas, y volvió a quedar viudo, tras pasar unos años en Misiones. Pero la historia tenía planes que llevarían a Liniers, en cuatro vertiginosos años, desde el anonimato hasta la muerte, pasando por el poder.
En el combate de Trafalgar (1805), la armada inglesa al mando del almirante Nelson había destruido a la flota franco-española, quedando Gran Bretaña dueña de los mares, en el mismo momento en que los ejércitos de Napoleón Bonaparte triunfaban en Europa. El imperio inglés codiciaba las colonias españolas en América, cuya importancia no desconocían los europeos: Montesquieu (1689-1775), inspirador de la Revolución Francesa, escribió en El espíritu de las leyes que "las Indias son lo principal, España es accesoria".
La noche del 24 de junio de 1806 la Casa de Comedias, en la actual esquina de Reconquista y Cangallo, estaba colmada. Se estrenaba una comedia de título picante: El sí de las niñas , de Moratín. Presidía la función el virrey Sobremonte con su familia, y fue muy comentado el hecho de que un mensajero, en mitad de la representación, le entregara una esquela, tras lo cual el virrey salió con prisa. ¡Una expedición inglesa había desembarcado en Quilmes! Corrían rumores hacía tiempo.
Buenos Aires, en 1806, tenía 40.000 habitantes y en sus calles la pampa entraba en la ciudad. El puñado de manzanas junto al río se extendía alrededor de la Plaza Mayor, hoy Plaza de Mayo. Con las primeras lluvias, la ciudad se inundaba y en la calle de las Torres, luego Federación y después Rivadavia, se apostaban centinelas para impedir que caballos y personas se ahogaran.
La protofeminista Mariquita Sánchez, testigo de varias décadas de vida porteña, describió así la entrada de los ingleses en la ciudad, al frente de los cuales iba el Regimiento 71 y el general invasor Guillermo Carr Beresford: "... Todo el mundo estaba aturdido mirando a los lindos enemigos y llorando por ver que eran judíos y que perdiera el rey de España esta joya de su corona. Nadie lloraba por sí, sino por el Rey y la Religión".
Había llegado la hora de Liniers.
Al frente de una expedición de mil soldados que salió de Montevideo, Liniers reconquistó Buenos Aires y, en esa lucha, quedaron quinientas bajas entre uno y otro bando. Beresford -de quien Vicente Fidel López cuenta que "tenía en la mirada toda la malicia que tiene el ojo de un bizco"- y los demás oficiales ingleses, que habían atacado la capital del Virreinato y no Montevideo al enterarse de que en las arcas de Buenos Aires había un millón de dólares, quedaron detenidos.
Esa victoria, y luego la defensa que Liniers organizó en 1807 ante el ataque de otra expedición inglesa mucho más numerosa y mejor armada, se debió a su talento y energía para improvisar un ejército nacional, y a la participación del vecindario, que él supo convocar. Tras la reconquista, Liniers había desfilado entre las aclamaciones de la multitud: alto y apuesto, el maduro francés saludaba a las mujeres apiñadas en los balcones y azoteas. Fue entonces, cuentan, que cayó a los pies de Liniers un diminuto pañuelo de encaje. Lo había arrojado Ana Périchon, que así entra en esta historia. ¿Quién era esa mujer que, según el poeta y novelista Enrique Molina, tendía sus senos al héroe, "llenos de un agua densa en la que flotaban naranjas"? Ana María Périchon de Vandeuil, la Gitana de las Islas.
LA PERICHONA
A comienzos del siglo la llegada de una familia francesa creó expectativa en Buenos Aires: estaba integrada por el acaudalado comerciante Jean Baptiste Périchon de Vandeuil, su esposa, tres hijos varones y una bella muchacha de unos 22 años, nacida en Isla Mauricio, colonia francesa del océano Indico.
La Périchon estaba casada con un irlandés, un tal Thomas O´Gorman. Mientras el esposo viajaba por América, en dudosas misiones comerciales, Ana Périchon tuvo una agitada vida social, erótica, política. Fue espía de los británicos, de los portugueses o de los franceses, (de los patriotas, o de todos a la vez), protectora de contrabandistas y gestora de negocios turbios, tanto en Buenos Aires como en Brasil. Su affaire con Liniers, virrey desde 1807, fue considerado intolerable por los enemigos del gobernante, pero glosado con regocijo por los autores de coplas populares. ¿Qué es aquello que relumbra, por la calle de la Merced? Era el mentado pañuelo.
Se la llamó la Perichona porque estaba fresca la celebridad de la Perricholi, apócope hiriente de perra y chola , como se le decía a una criolla cuyos amores con el virrey del Perú Manuel de Amat y Juniet habían conmovido a Lima unos años antes. También fue conocida la Perichona como la Madama, la Maga, y mucho después como la Mata-Hari de América. En los encuentros íntimos con el virrey, ella vestía guerrera militar sobre la piel y gorra de coronela. Se non é vero...
La Perichona convivió con Liniers en la casa que tenía en Reconquista y Corrientes, lugar de reunión de notables y donde se traficaba con ascensos, empleos públicos, sobornos. La opinión de la sociedad sobre los amantes no mejoró cuando una de las hijas del virrey, Carmen Liniers y Sarratea, se casó con el hermano menor de la Perichona, Juan Bautista Périchon y Abeille. Desde Montevideo, el gobernador Francisco Javier Elío le escribe a Liniers, su rival: "Cuide su conducta licenciosa, que su casa tiene techo de vidrio". El comerciante Martín de Alzaga, que fue alcalde, tampoco se privaba de moralizar: "La amistad del virrey con esa mujer es el escándalo del pueblo..." Ambos acusaron a Liniers de traidor y de estar ligado a Napoleón. Años después, Alzaga fue fusilado en la Plaza Mayor de Buenos Aires y a Elío le dieron garrote vil durante las guerras civiles españolas.
Ana Périchon fue desterrada cuando se hizo evidente que espiaba para los ingleses, y debió instalarse en Río de Janeiro. Enrique Molina, que al no ser historiador sino novelista está en buenas condiciones para atrapar la esquiva verdad, se pregunta: "¿Temió Liniers perder su cargo con aquella aventura o demasiado seguro de sí... tuvo miedo de pronto? Jamás lo sabremos". En Río, la casa de Ana se convirtió en refugio de argentinos exiliados y en centro de intrigas alrededor de la corte de los Braganza, parodia tropical de los absolutismos europeos. Dicen que la Perichona provocó los celos de la infanta Carlota Joaquina (luego volveré sobre este personaje), fue expulsada de Río, y durante un año viajó entre ambas ciudades, en los siempre acogedores barcos ingleses. En 1810, dirigió una nota a la Audiencia de Buenos Aires quejándose por "el deshonor de verse arrojada de un Pueblo en el que tuvo siempre un distinguido rango..."
Durante la época de Rosas, Ana Périchon volvió a adquirir influencias debido a las buenas relaciones de sus hijos con el régimen. Murió en 1847, a los 72 años. En 1848, su nieta Camila O´Gorman fue fusilada, grávida, por amar al cura Ladislao Gutiérrez.
EL TESORO DE SOBREMONTE
L a biografía de Liniers está atravesada por historias de espionaje, contrabando, traición, fraude. Su hermano mayor, Enrique de Liniers, que usaba el título de Conde de Liniers (no debe confundírselo con Santiago, nombrado conde de Buenos Aires), pertenecía a la Corte de Versalles y solía viajar en la carroza del rey por lo que, para salvar la cabeza, huyó al Río de la Plata al estallar la revolución. Los hermanos Liniers alquilaban a Isidro Lorea la llamada quinta de Liniers , en la que Enrique instaló una real fábrica de carnes en conserva, que tuvo un abrupto final. ¿Por qué se produjo el cierre? Paul Groussac, biógrafo del virrey, tras registrar minuciosamente los hechos de esa vida, considera a Liniers moralmente "irreprochable" pese a admitir "imprevisiones y ligerezas". Pero fulmina al hermano mayor como "gran buscavidas, mucho menos ingenuo que su hermano".
Cuando los ingleses se apoderaron de Buenos Aires, y mientras Liniers preparaba la reconquista, Sobremonte partió para Córdoba en una huida poco digna y se llevó el tesoro que sólo llegó hasta Luján, donde fue confiscado por una partida de soldados ingleses, el 30 de julio de 1806. Beresford lo remitió de inmediato a Londres, pero parece que los cofres llegaron menguados. ¿Quién metió mano? ¿Algunos centinelas, el Consistorio de Luján o ciertos oficiales ingleses? ¿Quién? Luego, Sobremonte fue reivindicado por otros historiadores, pero su fuga con el tesoro se convirtió en una leyenda argentina, de tono vergonzante. En 1938, Viernes Scardulla, timador célebre, anunció que había descubierto el tesoro de Sobremonte en un sótano de Venado Tuerto: era un engaño para esquilmar crédulos, pidiendo anticipos sobre la recompensa. Nadie dudó de la verosimilitud del cuento.
En 1810, un grupo de españoles que acompañaba a Liniers en Córdoba trataba de alcanzar al ejército realista del Alto Perú para reprimir el foco sedicioso porteño. Se denunció entonces que se habían llevado unos cuarenta mil pesos de las cajas públicas para comprar soldados (que sin embargo se pasaban al bando patriota), por lo que el grupo fue acusado de desfalco. Groussac, historiador escrupuloso, advierte que Liniers tuvo muchos enemigos y que algunas o todas las acusaciones que lo salpicaron pueden ser infundios.
UNA CORTE EN EL TROPICO
C uando los granaderos napoleónicos del mariscal Junot estaban a las puertas de Lisboa (1808), la familia real portuguesa escapó a Brasil. Se embarcaron en más de treinta naves la reina madre María, demente; el regente don Juan; su esposa española Carlota Joaquina, y los seis hijos, además de cortesanos, dignatarios y hasta palafreneros, todos custodiados por la flota inglesa (Gran Bretaña protegía a su tradicional aliado portugués). En total, quince mil portugueses participaron de aquella aventura surrealista. La huida fue tan precipitada que los Braganza dejaron hasta la ropa y, al llegar a San Salvador de Bahía (luego se instalaron en Río de Janeiro), tuvieron que ser rapados por los piojos que habían criado. La reina madre fue desembarcada en una silla, profiriendo horribles alaridos.
Brasil, donde don Juan se proclamó, en 1816, como rey de Portugal y Brasil, los recibió con entusiasmo. En 1822, el hijo de don Juan y Carlota, don Pedro I, declaró la independencia del Imperio. Don Pedro II gobernó hasta que el país se cansó de los Braganza, que habían mantenido la unidad del inmenso territorio. Brasil fue el último país del continente que abolió la esclavitud, en 1888, y al año siguiente se proclamó la república.
La presencia de la corte en Brasil, en 1808, provocó múltiples efectos en el Río de la Plata; entre otros, instaló un dinámico foco de penetración inglesa en el continente. Ana Périchon tuvo relaciones con lord Strangford, embajador de Londres y con un espía que anduvo también por Buenos Aires, mister James Burke. Carlota era la hermana mayor de Fernando VII y alimentaba aspiraciones dinásticas hacia el reino de España y las colonias. Aceptar a Carlota como reina fue una posibilidad en la que por algún tiempo creyeron argentinos como Pueyrredón, Paso, Castelli o Belgrano, para no hablar de Saturnino Rodríguez Peña o Aniceto Padilla, agentes de los ingleses. En un café de la carioca Rua do Ouvidor solían reunirse los expatriados.
Mientras que Napoleon llegó a la jefatura del ejército de Italia -prólogo de la conquista del poder- por influencia de su amante Josephine Beauharnais, Liniers entibió su viudez en los brazos de Ana Périchon, que contaba lo que oía en las alcobas al Foreign Office. También la reina de España, María Luisa, esposa de Carlos IV, llevó al poder a su amante, el ex guardia Manuel Godoy, llamado el choricero de Badajoz ; y su hija, Carlota Joaquina, en los calores de Río se hizo más aficionada que la madre a este tipo de alegrías, dejando que don Juan se atiborrase de frango (pollo). ¡Cherchez la femme!
C.L.A.M.O.R.
L a figura de Liniers está estrechamente ligada a la fundación de la Argentina y a un trecho decisivo en la historia de España.
Lo que sucedió en el virreinato del Río de la Plata en aquellos tiempos puede verse como una sucesión de malentendidos provocados por la dificultad en las comunicaciones. Un barco que salía de Barcelona, Cádiz o Gibraltar tardaba entre 70 y 90 días en llegar al Río de la Plata, si no era capturado por naves enemigas o piratas. Siendo la situación española tan confusa y vertiginosa, imagine el lector cómo sería esa situación percibida desde esta tierra, supeditada a gacetas y cartas que cuando eran leídas ya eran viejas.
A Fernando VII se lo llamaba el Deseado. Los españoles de distintas creencias esperaron todo de él. A todos defraudó. Terminó lamiendo la mano de Napoleón, que lo tuvo seis años preso en un castillo del Loire. Napoleón fue, hasta 1808, personaje idolatrado en España, por encarnar el espíritu de la modernidad contra el absolutismo y la reacción.
Luego, fue receptor de odios no menos tormentosos. Liniers, por francés, fue siempre sospechado de traición hacia el Corso, y lo cierto es que el virrey lo admiraba, y le envió correspondencia (pero nunca clandestina) dándole cuenta de sus triunfos militares y de la popularidad que en la colonia había conseguido aquel francés . Sin embargo, la lealtad central de Liniers fue hacia la corona de España, a la que sirvió treinta años. Se negó a convalidar la destitución del virrey Cisneros y su sustitución por una junta. Cuando Mariano Moreno y sus amigos decidieron subvertir el orden colonial (pero como "vasallos del mismo rey"), Liniers no los siguió y fue sacrificado. La muerte de Liniers, muerte de un inocente, fue necesaria para que la planta frágil de la revolución creciera, pero, ¿pueden ser libres los pueblos que no saben ser justos (Sièyes)? En un cierto y cruel sentido, Liniers salvó a Buenos Aires por segunda vez.
Santiago de Liniers fue apresado en un rancho de Córdoba junto a cinco partidarios que lo seguían rumbo al Alto Perú. La Junta de Buenos Aires ordenó que fueran ejecutados. El oficial que arrestó a Liniers (luego procesado), lo torturó y le robó efectos personales. Juan José Castelli, miembro de la Junta, comandó personalmente la ejecución porque el coronel Francisco Ortiz de Ocampo, a cargo de las tropas revolucionarias, y otro comisionado de la Junta, Hipólito Vieytes, se negaron a cumplir la orden:
Liniers era muy respetado también en Córdoba. Hasta último momento, el ex virrey confió en que su popularidad lo salvaría.
El fusilamiento de Liniers, prisionero de guerra ejecutado sin juicio, fue inspirado por el secretario de la Junta, Mariano Moreno, y se cumplió en un paraje llamado Monte de los Papagayos, a dos leguas de Cabeza del Tigre, a las dos y media de la tarde del 26 de agosto de 1810. Los cadáveres, cargados en carretillas, fueron arrojados en una fosa abierta en la tierra.
Cuenta la leyenda que las iniciales de sus apellidos fueron escritas en un árbol del lugar, formando la palabra CLAMOR (junto a Liniers habían sido detenidos Concha, gobernador; Allende, coronel; Rodríguez, asesor; Moreno, tesorero, y Orellana, obispo, al que, a último momento, le conmutaron la pena).
Allí yacieron, de manera anónima, durante 51 años, hasta que se los descubrió por casualidad, y fueron devueltos a los familiares durante la presidencia de Santiago Derqui.
Los restos del amado salvador de Buenos Aires y de los cinco fusilados de Cabeza del Tigre, viajaron a España en el bergantín Gravina, para ser enterrados en el Panteón de los Marinos Ilustres de San Carlos, Cádiz, bajo una leyenda que dice: "Juntos en la gloria como lo fueron en el infortunio".
Texto: Alvaro Abos Ilustraciones:Carlos Nine

miércoles, 22 de abril de 2009

Felicitas Guerrero y su alma en el espejo............



La noticia corrió como un réguero de pólvora entre la alta
sociedad de aquella ciudad de Buenos Aires de mediados del
siglo XIX. Carlos Guerrero había arreglado el matrimonio de
su hija Felicitas, una niña de quince años, con el poderoso
estanciero Martín Gregorio de Álzaga.
Pero muy pronto la desgracia asoló a Felicitas, el primer hijo
de la pareja murió a los tres años, víctima de la fiebre
amarilla, pocos meses después pierde un embarazo,
cerrándose el primer capítulo de su trágica vida con la muerte
de su marido.
Felicitas, cuentan las crónicas de la época, era considerada
una mujer de una belleza excepcional y se convirtió en la
obsesión de Enrique Ocampo. Sin embargo, varios años
después de enviudar, decidió volver a casarse, pero con el
estanciero Samuel Sáenz Valiente.
La noche del 30 de enero, la familia Guerrero se disponía a
cenar, en su residencia de Barracas, con el novio de Felicitas.
Intempestivamente irrumpió en la casa Enrique Ocampo,
disparándole y matando a la muchacha para luego suicidarse.
Felicitas Guerrero tenía veintisiete años

Para quienes conocen su historia, el nombre de Felicitas Guadalupe Guerrero y Cueto es considerado sinónimo de tragedia o, peor aún, de maldición familiar. Cuando sólo contaba con quince años de edad, sus padres la obligaron a casarse con un hombre cuarenta y cinco años mayor que ella; el primero de sus hijos murió a causa de la epidemia de fiebre amarilla que asoló Buenos Aires en 1869 y el segundo, a pocos días de nacer. Su esposo, don Martín Gregorio de Álzaga -nieto de su casi homónimo Martín de Álzaga, que fuera fusilado en la actual Plaza de Mayo en 1812 bajo el cargo de conspiración- sobrevivió muy poco al segundo hijo, dejándola viuda a los 26 años. Por último, ella fue asesinada a tiros por Enrique Ocampo, un pretendiente desairado que en el mismo acto, y siempre de acuerdo con el dudoso relato oficial de los hechos, se suicidó.

Como es sabido, los eventos referidos han dado origen a algunas leyendas de maldiciones y fantasmas que ya forman parte del folclore de la ciudad de Buenos Aires. Sin embargo, poco es lo que se ha divulgado acerca de lo que sucedió después de ese luctuoso episodio y de uno de sus protagonistas.

Cristian Demaría era primo de Felicitas y estuvo en la escena de las dos sangrientas muertes. A su presencia en ese lugar no suele otorgársele más importancia que la de haber sido testigo de los hechos e intentado auxiliar a la víctima. Sin embargo, hay indicios de su intervención no fue irrelevante y quizás haya cambiado el rumbo de los acontecimientos.

Si bien es improbable que se lo hubiese confesado, Demaría amaba a su prima, presumiblemente desde la niñez. Este hecho está suficientemente documentado en varias cartas de su puño y letra que primero fueron celosamente guardadas por la familia y sólo dadas a conocer transcurridos algunos años desde su muerte. En ellas Cristian declara su desazón ante un impedimento definitivo que pesaba sobre sus pretensiones: el parentesco relativamente cercano que, paradójicamente, lo alejaba de su amor. Por esa razón se mantuvo siempre cerca de ella, pero sin manifestar sus verdaderos sentimientos que, lo sabía perfectamente, sólo le granjearían un categórico rechazo general.

El camino que siguen los enamorados es muchas veces inexplicable. Cuando fue anunciado el enlace entre la hija de los Guerrero y Álzaga, Demaría quedó al principio sumido en el más profundo desconsuelo, pero pronto imaginó un extraño paliativo: haría un presente de bodas magnífico, inigualable. De esa manera, en su dolorida interpretación, Felicitas jamás se desprendería algo tan valioso y siempre recordaría a su generoso obsequiante.

A pesar de su juventud, Cristian no tenía impedimentos para elegir el regalo que desease. Su familia, sin acercarse a poseer una fortuna como la de Álzaga, gozaba de una posición más que acomodada, lo que le permitió decidirse por un costosísimo espejo fabricado en la cristalería más importante de Praga. Se trataba de una luna (espejo de gran tamaño) de bordes exquisitamente biselados y tallados a mano por artesanos expertos. Pesaba más de cien kilos y su altura superaba holgadamente a la de una persona. Su marco, con el que el plano del espejo formaba una sola pieza, era de cristal dorado delicadamente trabajado, finos hilos de ese material se entrelazaban semejando una bellísima filigrana. Se trataba de una pieza única y como tal fue recibida por los contrayentes.

En la mañana del día del enlace, el espléndido obsequio llegó a la quinta de los Álzaga, provocando la admiración de todos los presentes. Por la noche, durante la recepción que allí se ofrecía, Demaría pudo comprobar que el espejo ya había sido emplazado en la sala de la casa que habitarían los flamantes esposos y tuvo la oportunidad de verse reflejado en esa hermosa luna junto a su secreta amada. Ambos reían, pero el rostro de ella mostraba un sutil dejo de tristeza. Cristian creyó adivinar la causa y decidió que esa imagen, como un retrato de enamorados, perduraría en sus retinas para siempre.

Lo que sucedió años después es incierto -las familias patricias son celosas de su imagen pública y gozan del poder y el dinero suficientes para ocultar sus miserias- pero en todo momento, se tuvo la certeza del valor demostrado por Demaría, quien por esa razón se hizo acreedor de la sincera gratitud de los Guerrero.

Fue entonces que una idea empezó a rondar la cabeza del enamorado: ¿Sería posible quedarse con el espejo que los había visto juntos la noche en que la sintió alejarse para siempre y que constituía el único recuerdo de su amor frustrado?. Sobreponiéndose a los prejuicios de su clase, avergonzado e incómodo, hizo el pedido que fue, naturalmente, satisfecho.

Así, la hermosa luna pasó a ocupar un sitio preferencial en casa de Cristian.

Al poco tiempo, cosas extrañas empezaron a suceder en ese lugar. En algunas espístolas dirigidas a sus amigos íntimos, el joven refiere la visión de extrañas figuras en el espejo y confiesa su temor de estar enloqueciendo. Esos inexplicables fenómenos se repitieron casi todas las noches durante años, hasta que recibió el consejo de deshacerse de la luna maldita que, -recién entonces reparó en ello- fue testigo del asesinato. Es así que hizo gestiones para que el espejo se ubicara en la iglesia recientemente erigida en honor de su prima, en el convencimiento de que, tratándose de un lugar santo, el hechizo quedaría conjurado.

Inicialmente, el párroco se negó ya que es tradición no colocar espejos en presencia de imágenes sagradas y sólo accedió a ubicarlo en una dependencia del templo alejada de la nave principal. A partir de ese momento, el escepticismo con que, salvo Demaría, todos habían considerado el asunto se derrumbó. El sacristán, algunos auxiliares de la iglesia y hasta el mismo sacerdote fueron testigos de extraños sonidos y apariciones que ya ni siquiera esperaban las tinieblas nocturnas para manifestarse. La luna parecía estar poseída por una fuerza siniestra que abría una brecha con el mundo de los muertos aterrorizando a todos. Fue por eso que, como recurso extremo, el cura decidió pedir ayuda a sus superiores y, luego de innumerables estudios teológicos, fue decidido el exorcismo del demoníaco cristal.

La ceremonia se realizó solemnemente de acuerdo al rito arcaico y el resultado fue sorprendente: la luna fue perdiendo poco a poco su capa plateada hasta convertirse en un vidrio tan increíblemente oscuro que parecía absorber toda luz. Cuentan los que tuvieron el coraje de pararse ante él que la visión de ese abismo atezado era sobrecogedora e inexplicablemente se percibía un mundo ominoso del otro lado.

El hechizo no concluyó ahí; si bien un velo maligno impedía toda visión en el espejo, las apariciones se trasladaron a los cristales de las ventanas y puertas cercanas, a las vasijas, lámparas, candelabros o cualquier otro objeto vítreo. Eventualmente, furtivas figuras deambulaban efímeramente por el recinto sin comunicarse jamás con sus aturdidos testigos. Tan grande fue el desconcierto del párroco que finalmente ordenó la destrucción de cristal, trabajo que ejecutaron a mazazos -no sin esfuerzo ya que el material poseía una dureza inusitada- varios herreros de establecimientos cercanos, a los que se les ocultó el verdadero propósito de lo que estaban haciendo para evitar su segura negativa a colaborar. Finalmente, los añicos resultantes fueron rociados con agua bendita y desparramados con rezos por toda la vecindad, en la creencia de que la dispersión debilitaría el encantamiento.

Sin embargo, este procedimiento no parece haber surtido efecto. Desde ese momento y hasta el día de hoy -fines del Siglo XX- son numerosos los testimonios acerca de seres extraños que se muestran y desaparecen súbitamente en calles y casas e imágenes inexplicables y sobrecogedoras en las ventanas y vitrinas de las viviendas de la zona, en los escaparates de los comercios y hasta en las ventanillas de los automóviles que quedan estacionados por las noches en las calles cercanas a la iglesia de Santa Felicitas.