miércoles, 13 de mayo de 2009

El Tropezón, el Paraná, Lugones y una Argentina Infame


A fines de la década del 80 tuve la oportunidad de trabajar en el Delta, esos regalos que esta profesión nos dá muchas veces sin que nos demos cuenta. En esos recorridos de lancha casi interminables , diariamente descubría lugares y rincones que el día anterior no había visto. Las cuatro estaciones derraman con mano generosa colores, aromas ,sonidos y texturas que les son propios y que nos invaden a pesar nuestro. La lluvia, el sol, el viento, la mañana y la tarde tiene su propia personalidad y la luna reina como Isis lo hizo en el Nilo.

Cruzando el Paraná de Las Palmas, la lancha encontraba alumnos en un muelle que todos reconocían como el del Tropezón y al que comencé a mirar curiosamente despues de algunos días de amarrar allí. Un muelle grande, bien sostenido que dejaba ver una típica quinta isleña de los años 30, con galerías que espiaban al río, largos pasillos, un sin número de puertas altas que mostraban a las claras la existencia de un hospedaje de cierta categoría, vidrios repsrtidos en los cerramientos y un jardín desafiante de azaleas, hortencias y rosas. Se asomaba a veces una mucama de inmaculado uniforme blanco y negro, redecilla y cofia, parecía salida de algún párrafo Edgar A. Poe.

Supe que allí se había suicidado Leopoldo Lugones y por supuesto decidí quedarme a pasar un fin de semana para recorrer el lugar y su gente. En Septiembre me quedé dos días y una noche, dormí en una cama de hierro esmaltada, sábanas de hilo almidonadas, la luz de una vela encendida con fósforos de cera despues de las 23hs (se apagaba el generador), y recorrí los lugares pisados por Lugones momentos antes de morir por mano propia. Visté la habitación que quedó intacta desde la noche de carnaval en que entre arsénico y whisky Don Leopoldo cegó su vida, de la misma forma que un año antes lo había hecho su antiguo amigo Horacio Quiroga y que el mismo Lugones tildó como "suicidio propio de sirvientas....."


JORGE AULICINO:Tal vez un informe forense y unos libros puedan decir más sobre un hombre que todas las anécdotas que jalonan una vida.Leopoldo Lugones, polígrafo nacido en un pueblo de Córdoba en 1874, apareció muerto por envenenamiento en una habitación de un recreo del Tigre, llamado El Tropezón, el 19 de febrero de 1938. El deceso se produjo la noche anterior. En su mesa, como imagen espartana de su vida, había una botella de whisky a medio consumir, un vaso de agua intacto, una carta y un artículo inconcluso.La carta no decía nada en absoluto sobre los motivos de la muerte. Sólo alertaba que el difunto era dueño de sus actos. Fuera de eso, pedía que lo enterraran sin cajón y sin lápida. Curiosamente, la carta póstuma empezaba así: No puedo terminar el libro sobre Roca. Basta. Y es éste el primer indicio sobre las razones del suicidio del discutido poeta del nacimiento de los tiempos modernos en la Argentina.Pocos suicidas hubiesen recordado a cinco minutos de ejecutar su propia sentencia que no habían terminado un trabajo. Y el basta que sigue a esta constatación resulta significativo. ¿Basta con qué? ¿Con Roca? ¿O con escribir, con la literatura, con sostener un trabajo que se suele suponer gratificante?Este es el problema, éste es el enigma Lugones. El informe forense puede introducir en pistas. Los escritos de Lugones, versos llenos de majestuosidad y arcaísmos, artículos que van desde el anarquismo hasta el desprecio del pueblo y el elogio de la fuerza y del Ejército como la última aristocracia (discurso en Lima, en el centenario de la batalla de Ayacucho, en 1924, donde también dijo su famosa frase Ha sonado la hora de la espada frente al ministro de Guerra argentino Agustín P. Justo) son otro indicios.Diría el informe forense que Leopoldo Lugones, escritor y periodista de 64 años, director de la Biblioteca del Maestro, bebió una fuerte dosis de cianuro, además de alcohol, aquella noche del 18 de febrero. Sus escritos dicen que era un enamorado de la antigüedad griega -en el modo idílico en que entendían esa antigüedad los neoclásicos, los románticos y los parnasianos del siglo pasado-. De modo que el cianuro remite a la cicuta de Sócrates. Una ejecución civil que paradójicamente se encomendaba al propio reo.La sentencia se cumplió en un lugar llamado significativamente El Tropezón. Puede suponerse que Lugones, a quien sus escritos revelan como un megalómano, un hombre que no dudaba sobre su destino póstumo de bronce y laurel, había chocado contra algo. Un imprevisto se descolgó sobre su vida, que describió en algunas entrevistas como la de un buen burgués. Otros constataron que era amante de la buena ropa, que escribía de mañana en un estudio maniáticamente ordenado y limpio, para salir a la tarde a cumplir sus tareas de empleado público. En rigor, no bebía. El whisky simplemente acompañó al veneno.Dicen sus escritos que el tratamiento del sexo, tema oculto de la poesía modernista, resultaba afectado, distante e impregnado de sentimientos machistas de dominación sublimados: Y al penetrar entre tus muslos finos, / la onda se aguzó como una daga, por ejemplo.Hace unos años, el poeta y narrador Juan José Hernández examinó este problema y encontró mucho más. Lugones estaba fijado a la imagen de la mujer como un enigma que conduce a la muerte y su represión erótica le hacía rechazar toda idea de fertilidad y vitalidad en la mujer y complacerse en la luna doncella, la amante niña, que enamora y mata.Cuando Lugones muere, la hora de la espada que había augurado sonaba en todo el mundo. Estaba en auge el fascismo y pronto Hitler se lanzaría sobre Polonia. De algún modo, la revolución, aquí, de José Evaristo Uriburu, que Lugones apoyó, se había diluido en un sistema conservador y tramposo, los dirigentes se parecían más al Viejo Vizcacha que a unos aristócratas, pero no parecía eso motivo suficiente para que bebiera la cicuta.Lo hizo, y recién aparecen evidencias públicas en 1984, porque al fin la luna doncella había entrado en su vida, cuando ya tenía 52. En 1984, la historiadora María Inés Cárdenas de Monner Sans publicó, bajo el nombre de Cancionero de Aglaura, los poemas que Lugones dedicó a su amante niña, Emilia Cadelago, a quien había conocido en la alta madurez, cuando ella era una estudiante. También incluye ese libro sus cartas, que revelan a un erotómano como nunca fue Lugones.Lo que dijo BorgesSe mató por amor, no dudó Borges. El padre Leonardo Castellani, que lo había asistido en su conversión al catolicismo en 1934, durante el Congreso Eucarístico, lamentó ese suicidio de sirvienta. El hijo de Lugones, el comisario Polo Lugones, introductor de la picana eléctrica en la Sección Especial, en 1930, tuvo que ver, aseguraba Emilia, con aquel desenlace. El hijo trató de detener esa primavera tardía del padre amenazando a la familia de la chica con que metería al viejo en un manicomio.Borges, completando el retrato, escribiría años más tarde: Si tuviéramos que cifrar en un hombre todo el proceso de la literatura argentina, ese hombre sería indiscutiblemente Lugones. Para Borges, gran parte de la literatura posterior sería inimaginable sin él. Y sin embargo, no renunciaba a ubicarlo en un plano preponderantemente intelectual. Al prologar un libro sobre Almafuerte, en 1962, Borges escribía: El poeta argentino es un artesano o, si se prefiere, un artífice; su labor corresponde a una decisión, no a una necesidad. Almafuerte, en cambio, fue orgánico, como lo fue Sarmiento, como muy pocas veces lo fue Lugones.Estas muy pocas veces fueron las brechas por las que al fin todo lo reprimido irrumpió en la vida de un hombre de 64 años. A 12 años de haber conocido a la joven Emilia, Lugones bebe su cicuta solo, en el lugar llamado El Tropezón, y establece su enigma.